domingo, 18 de septiembre de 2011

Vanidad


Aún a riesgo de desacreditar todas las entradas anteriores y venideras, he de reconocer que éste es un topic que me encanta. Me recreo en la belleza ajena, soy un maleducado, soy indiscreto y no me importa. Es más, me encanta la sensación tan satisfactoria a la par que efímera que se vierte por todos mis poros cuando me rindo ante mis instintos más primarios. Porque se pueden decir muchas cosas de la belleza y una de ellas es que es pura biología. La belleza despierta nuestros sentidos, es adictiva. La belleza es rápida, se desvanece en seguida, es libre y estridente, es opuesta, es tristeza y alegría, es exclusiva y excluyente. La belleza es egoísta y como todo don tiene un precio. Este es el subtema que más me gusta del topic. El hombre creo las artes precisamente bajo el efecto hipnótico de la belleza, con la intención de captarla, de darle calidad atemporal. Buen intento humanoides, pero el arte no es suficiente. Porque la belleza tiene un precio que no es tan obvio como el resto de sus atributos.

Como las polillas a la luz. La he conocido en múltiples manifestaciones y no dejo de maravillarme ante el efecto que tiene en las personas. Porque la belleza también es carencia. Y lo cierto es que todas las personas que he conocido con esa belleza manifiesta de la que hablo, esa belleza objetiva que todo el mundo reconoce porque no esta sujeta a gustos, porque es impositiva, han estado carentes. Carentes de un conocimiento que se aprende cuando las cosas no son fáciles, cuando no todo el mundo es complaciente, cuando las relaciones que mantienes con el resto penden de una generosidad mayor que la que se desprende de tu cara.

Hace poco empecé a leer El Alquimista, de Paulo Coelho, y me topé con uno de los mejores prólogos que he leído en mucho tiempo:

    "El Alquimista conocía la leyenda de Narciso, un hermoso joven que todos los días iba a contemplar su propia belleza en un lago. Estaba tan fascinado consigo mismo que un día se cayó dentro del lago y se murió ahogado. En el lugar donde se cayó nació una flor, a la que llamaron narciso.
    Pero no era así como Oscar Wilde acababa la historia. Él decía que cuando Narciso murió, llegaron las Óreades -diosas del bosque- y vieron el lago transformado, de un lago de agua dulce que era, en un cántaro de lágrimas saladas.
    -¿Por qué lloras? -le preguntaron las Óreades.
    -Lloro por Narciso -repuso el lago.
    -¡Ah, no nos asombra que llores por Narciso! -prosiguieron ellas-. Al fin y al cabo, a pesar de que nosotras siempre corríamos tras él por el bosque, tú eras el único que tenía la oportunidad de contemplar de cerca su belleza.
    -¿Pero Narciso era bello? -preguntó el lago.
    -¿Quién sino tú podría saberlo? - respondieron sorprendidas las Óreades-. En definitiva, era en tus márgenes donde él se inclinaba para contemplarse todos los días.
    El lago permaneció en silencio unos instantes. Finalmente dijo:
    -Yo lloro por Narciso, pero nunca me di cuenta de que Narciso fuera bello.
    >>Lloro por Narciso porque cada vez que él se inclinaba sobre mi orilla yo podía ver, en el fondo de sus ojos, reflejada mi propia belleza."

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